Salud mental

No estoy tan sola como pensaba

La terapia y la medicación suelen ayudar mucho a las personas que viven con trastorno bipolar. Pero un recurso igual de importante y que muchas veces no se toma en serio es el de pertenecer a una comunidad de gente que experimenta situaciones o emociones parecidas.

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Ilustración: Héctor Huamán

“Nadie me entiende”, me repetía constantemente. Esta era una idea que me hacía sentir bastante sola, aunque en realidad estuviera acompañada. Porque mi novio, mis amigos o mi familia podían quererme y preocuparse por mí, pero, aunque se esforzaran, nunca iban a saber cómo se sentía tener trastorno bipolar. No comprenderían ni de cerca la desolación de las bajadas ni la emoción desmedida de las subidas, aunque lo leyeran en un libro o lo aprendieran en un curso.

Con la llegada de la pandemia, esa sensación se salió de control. No soy una persona que particularmente disfrute del contacto físico, pero que el mundo como lo conocía cambiara tanto me hizo sentir todavía más incomprendida.

Para esa época mi proyecto digital sobre salud mental en Instagram “Masquebipolar” ya había nacido, pero no era tan grande como lo es ahora y, aunque me daba muchas satisfacciones, sentía que algo faltaba, porque no me era posible hablar con todas y cada una de las personas que intentaban contactarme.

A fines de 2020, un amigo mexicano me contó que lo habían agregado a un grupo de WhatsApp para bipolares en donde habían personas de varios países del mundo. Yo nunca había escuchado hablar de algo parecido y la idea me pareció tentadora. No pasó mucho tiempo para que yo también pasara a formar parte de ese espacio.

Lamentablemente, me salí a los pocos días. Me hacía ruido que el moderador no estuviera presente para poner límites cuando fuera necesario. En varias oportunidades, la situación se había salido de control.

En ese momento decidí que era hora de crear mi propio grupo. Pero no miento si digo que tenía mucho miedo. El mismo miedo que se siente cuando organizas una fiesta y piensas que nadie va a ir.

No quería que exista ningún conflicto entre los participantes, pero si algo me ha enseñado la terapia es que las personas no siempre van a estar de acuerdo y eso no tiene nada de malo. Sin embargo, sí era importante que existan ciertas reglas por el bienestar de todos los involucrados.

Por eso, antes de materializar mi sueño, tuve una sesión con mi psicóloga. Ella me ayudó a hacer una lista de recordatorios que compartiría con los que se vayan uniendo.

Lo primero fue hacerles saber que no es obligatorio interactuar todo el tiempo. Lo segundo que son libres de silenciar el grupo o salirse si los mensajes los abruman. Lo tercero es evitar hablar de temas que puedan provocar crisis en otros o alentarlos a realizar conductas de riesgo. Y lo último, para que este sea un espacio seguro, todos deben ser empáticos, asertivos y validantes.

Con las cosas claras, compartí el enlace con algunos bipolares que ya conocía y utilicé mis redes para alentar a los demás a unirse. Comenzamos siendo pocos, pero ahora, que ya estamos por cumplir un año, sumamos 76 personas de todas las edades, contextos y nacionalidades.

Hablamos de todo. De nuestros estados de ánimo, del clima, de la búsqueda de una relación estable, de lo mucho que amamos a nuestras mascotas y odiamos los efectos secundarios de la medicación, el estigma y la discriminación.

Todavía recuerdo la primera reunión virtual que tuvimos. Originalmente iba a durar 40 minutos, pero terminó extendiéndose a 3 horas y media. Teníamos tanto que decir. Habíamos callado por demasiado tiempo, pero ya no estábamos dispuestos a hacerlo.

Se sintió como un abrazo cálido escuchar sus historias, sobre todo las de la manía, en donde muchos confesaron que, en sus peores episodios, llegaron a comprarse carros de lujo, pasajes de avión o muchísima ropa. En ninguno de nuestros rostros había reprobación. Solo una mirada que, si hablara, hubiera dicho “a mí también me pasó algo similar”.

También hemos tenido reuniones presenciales, aunque no tantas como hubiéramos querido por el contexto en el que vivimos. Pero desde la primera mirada se sintió una complicidad especial, esa sincronicidad que te da pase libre para reírte de las desgracias ajenas y que se rían de las tuyas. Sin importar lo duras que sean. Y para contar secretos que a otras personas les parecerían lo suficientemente raros como para alejarse de ti.

Pero los grupos de ayuda mutua (GAM) no nacieron con la iniciativa de la que me inspiré. Tienen muchos años vigentes y existen cientos de ellos, con diferentes temáticas. El objetivo siempre es el mismo: que un grupo de personas que comparten problemas se apoyen entre sí y busquen, de alguna manera, mejorar su situación.

No cambiaría por nada la horizontalidad de los GAM, en donde nadie es más que nadie y no es necesario que un psicólogo o psiquiatra nos esté supervisando, porque aquí nosotros solos somos suficientes y necesarios para acompañar nuestros procesos.

Conquistar estos espacios ha sido muy importante, porque históricamente la sociedad todavía sigue sin escuchar lo que tenemos que decir. O al menos no lo suficiente.

No sé si esta es una frase que ya existe o me la estoy inventado, pero he comprobado que el dolor duele un poquito menos cuando es compartido. No hay nada como contar que estás harta de volver a estar deprimida y que alguien te diga “te entiendo” y notar que no lo está haciendo por instinto, sino porque realmente sabe lo que es sentir esa impotencia ocasional por no poder sacarte la bipolaridad del cuerpo como quien se saca la ropa.

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