Entrevistas

“A muchos les molesta que la gente que protesta tenga tanta dignidad y que no agache la cabeza”

Kerly Garavito es economista, activista antirracista e integra la colectiva barrial Ruray, de San Martín de Porres, que organiza colectas y las redistribuye entre quienes lo necesitan: desde ollas comunes hasta las delegaciones de manifestantes. Mientras la Policía persigue a quienes realizan este trabajo, ella explica por qué el Gobierno intenta castigar la solidaridad entre ciudadanos.

Kerly Garavito
Kerly Garavito lleva muchos años trabajando en organizaciones barriales y ha realizado colectas desde antes de la pandemia.
Foto: Audrey Cordova

¿Quién los financia? ¿De dónde sacan el dinero? En las últimas semanas de protestas, en Lima, políticos y periodistas se han hecho esas preguntas sin demostrar verdadero interés por conocer las respuestas. Para muchos, es un hecho que el narcotráfico, la minería ilegal y Evo Morales financian el descontento masivo en el Perú, aunque no han ofrecido pruebas que lo demuestren. Al margen de esa realidad paralela, la economista y activista Kerly Garavito dice que la organización a la que pertenece, Ruray, ha recolectado y redistribuido donaciones para las delegaciones de manifestantes que han llegado a la capital. Entre los donantes hay peruanos en el extranjero, artistas, periodistas y muchas personas sensibilizadas por las protestas y la represión del gobierno. ¿Por qué a los detractores de las marchas les resulta increíble esta forma de solidaridad comunitaria? Kerly lleva muchos años trabajando en organizaciones barriales y ha realizado colectas desde antes de la pandemia. También es una joven afroperuana de 28 años, experta en racismo, que vive en San Martín de Porres, un distrito con una larga historia de luchas y organización, y de donde no piensa mudarse, siguiendo el ejemplo de su madre. En esta conversación, comparte su testimonio y reflexiones sobre el momento que vivimos, los aprendizajes y las posibles salidas.

¿Cómo fue tu día, Kerly?
Me levanté a las 6 y me dolía la garganta. A las 7 salí a tomar una combi. Lo bueno es que encontré una vacía. Y me fui hasta San Juan Lurigancho, donde trabajo. En el almuerzo estaba cansada y seguía enferma, quizá porque me puse la cuarta dosis. Y cuando iba a calentar mi comida, mi brazo estaba débil y se me cayó el taper al suelo. Era de vidrio y perdí mi pollo al horno, con camote y arroz. Primero dije “ya fue”, pero después una amiga me abrazó, y me senté, y creo que lagrimeé porque me dio impotencia. De ahí me fui a comer un menú.

Cuando no vives en Lima Moderna, mucha gente dice “ay, qué lejos vives”. ¿Te dicen eso en el trabajo?

Trabajo cerca de Caja de Agua. Me demoro como treinta minutos desde mi casa hasta Acho, y de ahí unos diez más. Para mí, cuarenta minutos, en Lima, es cerca. Creo que al principio me preguntaba si me demoraba mucho. Pero otros viven más lejos. Un chico vive en un asentamiento humano en el mismo distrito y se demora como una hora y media en llegar al trabajo.

Eres integrante de Ruray, “colectiva feminista de San Martín de Porres”, y en las redes se las ve muy activas haciendo colectas durante las protestas. ¿Qué es Ruray, exactamente?

Ruray surge con las marchas #NiUnaMenos, en el 2016. En las marchas nos conocimos con chicas del barrio. En ese momento leíamos sobre feminismo a través de las redes sociales y no pensábamos que había más chicas feministas en San Martín, tan cerca de mi cuadra. Dos años después, hicimos una pequeña marcha en el mercado de la cuadra 35 de la Av. Perú, lo pusimos en las redes y otras compañeras que ya veníamos conociendo también asistieron y nos conocimos todas. Fuimos 15 por lo menos. A partir de ahí empezamos a organizar un montón de actividades: convocamos a los candidatos a alcaldes para que hablen con los vecinos y vecinas; hicimos un festival con raperas, conversatorios sobre racismo, sobre explotación laboral, sobre defensa personal. Y la gente comenzó a confiar en nosotras para realizar donaciones para financiar proyectos locales. Pensando en nombres, Ruray, significa hacer en quechua, y nos gustó bastante para nuestro grupo.

¿Y qué perfiles tienen quienes participan?

La mayoría debe tener entre 23 y 24 hasta 36. Son estudiantes universitarias o ya egresaron. Tenemos quizá ese roce pero también contacto con el barrio. Algunas trabajan en ONGs, en el Estado, en universidades, en colegios. Tenemos muchas habilidades y tratamos de ser un vínculo para otras organizaciones. Creo que el momento más territorial fue durante la pandemia, cuando empezamos repartiendo canastas para los vecinos, y luego contactamos con las Ollas Comunes.

Y todas las integrantes son de San Martín de Porres

Sí, solo de San Martín. Algunas ya no viven aquí, pero cuando entraron, sí. Y se han quedado por su mamá o por su casa familiar. Pero se han mudado por un tema laboral también.

La migración no se detiene cuando una familia de provincias llega a Lima, ¿no? Yo viví en Mangomarca, también en San Juan de Lurigancho. Era bonito y seguro y los niños vivíamos en la calle mientras los adultos trabajaban. Pero al llegar a jóvenes, muchos solo querían mudarse hacia distritos “más céntricos”.

Creo que los años en Ruray nos han ayudado a tener un concepto de San Martín diferente al de nuestros abuelos. Antes veía a mis vecinos y vecinas más lejanos. Pero ahora trato de tener vínculos más cercanos para entender por qué estamos todos acá. Por ejemplo, en mi cuadra hay una mujer trans, personas evangélicas, personas afro. Un día un vecino se voló una mano manipulando dinamita en su casa, y mi tío salió a socorrerlo. Cosas así te dan una idea del país. La otra vez trataron de poner una reja en el barrio. La organizadora era la vecina que es una mujer trans y a quien todos tratamos por su nombre, Jackie. Y una de las vecinas, que es evangélica y machista, le dijo al resto que le parecía mal que Jackie estuviera a cargo de todo, porque según ella era trabajo para un hombre. Por un lado la vecina sí es machista, pero por otro lado reconocía que Jackie era una mujer. Yo escuchaba y pensaba que incluso dentro de su machismo había algo bonito.

Claro, no hay solo blancos y negros sino tantos matices como un arco iris. Y, al final, ¿pusieron la reja?

No se lograron organizar. Tenían que estar todos de acuerdo. Y una familia se opuso. Pero, más allá de la reja, me gustó que todos volvieran a hablarse. Hasta se formó un chat de toda la cuadra, donde muchos se volvieron a hablar después de años de no hacerlo.

¿Cómo se está viviendo este momento en San Martín de Porres?

En San Martín y en San Juan Lurigancho, las personas con las que trabajo son de clase media baja y no tienen opiniones tan fuertes, tan racistas. No se preguntan en voz alta por qué mucha gente está protestando, como si las razones no fueran evidentes. Esto es interesante porque las cosas son distintas en otros espacios. El otro día celebramos el cumpleaños de mi mamá en un restaurante pituco, y las señoras de la mesa del costado hablaban de que la ONPE y el Jurado Nacional de Elecciones están amarrados. Y decían alarmadas: “Es que Cerrón quiere ser Presidente”. Y luego se quejaban de que las fresas en Wong estaban verdes. También en Twitter hay quienes creen que las protestas han bajado su intensidad. Pero yo no siento eso, sino que la organización está tomando otras formas. Hay descansos, también. Y los colectivos están asimilando y pensando cómo hacerle frente a la persecución y a la criminalización, y están descansando, escogiendo fechas para hacerlo de forma más estratégica.

Con tu experiencia participando en organizaciones sociales y en protestas, ¿pensaste que esta vez las manifestaciones iban a durar tanto?

Cuando entró Dina Boluarte, era obvio que ella había pactado con sus adversarios desde antes. Yo estaba molesta porque muchas feministas y académicos celebraban que tuviéramos la primera Presidenta mujer y un gabinete técnico y paritario. Como diciendo: “esto no lo teníamos con Castillo”. Y para mí eso no significaba nada; que hubiera tantas mujeres y que fueran técnicas no garantizaba que fueran humanas.

Cuando crecen las protestas y a los pocos días se da la primera matanza, en Andahuaylas, yo estaba en Santo Domingo visitando el museo de la memoria, donde se repasa la dictadura de Leonidas Trujillo y sus masacres. Y me puse a llorar porque sentí que eso mismo podía pasarnos a nosotros en el Perú. Y sentí miedo. Pero pensé que quizá como había pasado con Merino, esta vez más gente se iba a poner en contra del Gobierno. Pero la gente que supuestamente se dice progresista, defensora de los derechos humanos, se demoró demasiado en decir algo y tomar una posición. Y, aún así, cuando lo hicieron, incluso a gente de derecha, como la exministra de Economía Toni Alva, el Congreso los quiere castigar. Si eso ocurre con ella, tiene lógica lo que le pasa al compañero de Cusco Cirilo Jara, detenido por manejar dos mil soles de una colecta. Y si vienen por él, también van a venir por nosotras. El Gobierno puede criminalizar a quien le da la gana.

Como colectivo barrial que organiza colectas de dinero y víveres, ¿cómo les impacta este clima de persecusión?

Incluso antes de la detención de Cirilo Jara, ya teníamos miedo. Cuando fuimos a la Plaza Manco Cápac por primera vez había bastantes policías. Y ya había el temor de que te sigan, que averiguen tus direcciones, que sigan tu movilidad, que se pierdan las cosas. De hecho, cuando finalmente botaron a la gente de esa plaza, se llevaron un montón de donaciones. Ahora es peor. Las compañeras que ponen sus cuentas bancarias están muy expuestas. En Ruray, hemos hecho comisiones y nos dividimos el trabajo. Unas contactan con los dirigentes de Cusco, Andahuaylas, Puno. Otra coordina con quienes se quedan en el Rímac. Yo apoyo buscando periodistas, contactos, enviando mensajes y canalizando donaciones de amigos.

Ha sido muy interesante ver las diferentes formas de organización. Porque, por más que estamos en organizaciones populares, a veces, pensando en lo mejor, pasamos por encima de las otras personas. Esto a mí me ha hecho preguntarme muchas cosas. También hay personas en Lima que piensan que quienes llegan desde provincias no tienen ni para el desayuno, pero muchas de esas organizaciones han venido con sus fondos. Entonces, no se trata de darles lo que se nos ocurre sino de preguntarles qué es lo que necesitan. Muchas donaciones espontáneas, por ejemplo, han sido botellas de agua. Pero en un momento había demasiadas y ya no eran necesarias. Pero lo que sí necesitaban las personas en las marchas eran zapatillas. Había que pensar y trabajar la solidaridad de otra manera.

Aun así es muy fuerte la idea de que el financiamiento viene del narcotráfico y la minería ilegal.

Hace poco una chica que vive en Bayóvar, y que es de derecha, me dijo que pensaba que los congresistas de izquierda estaban financiando las protestas. Entonces, le comenté que se sorprendería si viera el nivel de solidaridad de la gente y los montos que donan. Es algo que ya veíamos en Ruray desde la pandemia. Por ejemplo, una compañera maquilladora hizo un curso y recolectó 400 soles que donó a las protestas a través de Ruray. De esa misma manera, varias organizaciones han hecho eventos o conciertos. La gente se sorprende de esto y no lo cree porque no participa dentro de estos espacios. O los sienten muy lejanos. Ese es el problema: las distancias. Pero cuando ves de cerca la solidaridad, te sorprendes. Un montón de gente anónima y también gente conocida ha estado donando de forma discreta: desde artistas hasta periodistas.

En el Perú hacemos colectas todo el tiempo: cuando alguien muere, cuando alguien se enferma, hacemos chanchitas. Durante la pandemia, lo vimos. ¿Crees que las muestras de solidaridad actuales tienen antecedentes?

Puede ser que las redes de solidaridad que se formaron entonces y que tienen un punto de crítica social u origen popular están actuando. Por ejemplo, las ollas comunes. Hay ollas que van donde los manifestantes y les llevan comida. Es decir, se activan en este momento de necesidad porque, obviamente, la necesidad es un disparador de solidaridad. Así nos ha pasado en Ruray: no estábamos muy activas, pero este momento hace que reaccionemos porque vemos una necesidad muy grande.

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En 2015 fui a un Congreso de Juventudes y fue un momento político que me marcó porque vi a muchas organizaciones sociales, a dirigentes universitarios, y observé cómo es la realidad en otras regiones.
Foto: Audrey Cordova

¿Quiere decir que las denuncias sobre el financiamiento de las protestas viene de un sector social distinto y distante que no participa de esas formas de solidaridad popular?

A veces la comunicación sobre cómo damos las cosas es lo más importante. Es lo que diferencia la solidaridad y el apoyo mutuo de la caridad. Porque una cosa es donar desde un punto de dignidad, cuando ves al otro como a un ser humano digno que debería tener las condiciones mínimas para vivir. Mientras que, en la caridad, también se donan cosas y las personas se juntan para hacerlo, pero muchas veces piensan al otro como un ser pasivo que solo recibe y debe dar las gracias por eso.

Esta diferencia es clave. En las protestas vimos a heladeros que regalaban sus productos. Ellos ganan poquísimo al día, con las justas tienen para vivir ellos mismos, pero mostraron mucha solidaridad. Y si lo analizamos con más detenimiento, los aportes de los heladeros valen mucho más que los aportes de otras personas porque esos helados representan un porcentaje más grande de su ingreso diario. Y aun así se lo ofrecen al otro porque lo ven como a un igual. En la caridad no hay ese tipo de identificación; se trata más bien de una acción de arriba hacia abajo. Y muchas veces ni siquiera ofreces caridad para que el otro esté mejor sino para que tú te sientas mejor.

Dijiste en una entrevista: “no vemos nuestras acciones como caridad, sino como un acto colectivo de redistribución”. ¿Cuál es el contenido político de esta redistribución?

En la Red de Apoyo San Martín de Porres, que es una organización con la que colaboramos, ocurren cosas bien bonitas. Una vez, buscábamos dinero para canalizarlo para las ollas comunes. Y me acuerdo que las compañeras de una olla nos apoyaron para hacer una carapulcrada. Preparamos la papa juntas, y en su mismo local, mientras la mamá de una amiga preparaba el aderezo. Luego repartimos los platos a quienes habían hecho los pedidos. Parece un hecho anecdótico, pero en estas circunstancias vemos al otro como amigo y establecemos una relación de compañeros. Por eso, la palabra compañero o compañera dice mucho.

Hay mucha política ocurriendo ahora mismo fuera del sistema electoral, de los partidos, fuera del congreso. A este nivel de ciudadanía, ¿no? ¿Crees que hay espacio para que líderes barriales, populares, participen alguna vez en política electoral?

Creo que sí. En algún momento en la Red de Apoyo San Martín de Porres seguro va a surgir algo así. Porque hay gente muy comprometida. Y en el distrito no se hace nada desde la gestión municipal. Pero también creo que es necesario que este nivel de autonomía y organización quede fuera del Estado. Porque a veces el Estado te captura a través del dinero y por todo lo que hay dentro del poder.

¿Te captura y te transforma?

Sí. Entonces quizás algunos sí vayan por ese lado y otros se mantengan independientes. Pero creo que, en general, estas experiencias contienen aprendizajes. Hace años fui a un congreso de Juventudes, creo en el 2015, y fue un momento político que me marcó porque vi a muchas organizaciones sociales, a dirigentes universitarios, y observé cómo es la realidad en otras regiones. Tengo amigos de ese momento con quienes nos encontramos en protestas o en conversatorios. Otros ahora son congresistas, regidores, o fueron candidatos y se vendieron. Pero muchos también han crecido desde otras formas de organización ciudadana que también son políticas.

Lo que quiero decir es que momentos como el que vivimos ahora generan más politización. Las personas que en este momento van a su primera marcha o van a la primera asamblea, probablemente van a involucrarse más con el tiempo. Si la crisis del 2020, cuando se sacó a Merino, hubiese durado más tiempo, quizá se hubiese generado otro nivel de politización de la gente que estaba participando, como pasó en Chile, donde la protesta duró meses. Eso me hace pensar que quizá este momento, que es horrible y desesperanzador, va a generar también cuestiones positivas a largo plazo. Ahora mismo está produciendo muchas muchas vigilias, y en esos encuentros la gente se conoce y se relaciona y participa en más espacios de discusión. Esta crisis va a potenciar otras formas de organización. El hecho de que ahora hablemos más de la colectividad, de la solidaridad, también es un triunfo, ¿no?

Hace unos meses el dilema era si el Congreso vacaba a Castillo o no. Ahora contamos cádaveres casi todos los días. ¿Qué cosa estamos viviendo en el país?

Hace un tiempo, hubo un conversatorio en el Frente Anticolonial, y un sociólogo dijo que teníamos que aprovechar ese momento porque lo que estaba pasando entonces con Castillo, más allá de todo lo que podíamos criticarle, era un momento político único. Me quedé pensando mucho en eso, en el momento político único. Y después de todo lo que ha venido pasando estos meses, creo que aquel compañero tenía razón. Más allá de su figura, Castillo representaba a la población más de lo que se quiere admitir. Castillo vino en un momento de crisis total después de la pandemia. Y mucha gente pensó que desde el Estado él podía ser el canalizador de muchas de sus demandas. No canalizó casi nada, pero sí fue una especie de tapón de esos reclamos. Una vez que él sale de escena, ese tapón de demandas ya no está. Hablamos de demandas que van más allá de la necesidad de escuelas, pistas u hospitales: demandas políticas que apuntan directamente al sistema y al no pacto social que hemos tenido. Recordemos que recién las personas indígenas recién pueden votar plenamente desde hace 50 años. De eso venimos. Y en estos 50 años, ¿qué tanto se ha avanzado en esa parte del Perú?

Efectivamente, tras la pandemia el país estaba a punto de estallar por diferentes razones. Quizá la figura de Castillo merece nuevos análisis que, sin quitarle responsabilidad penal, vayan más allá de lo inepto o corrupto que pudo ser. Tú planteas una perspectiva más histórica. Ojalá los historiadores puedan recoger este desafío.

También pasa que en el país se piensa a las personas indígenas como muy lejanas. Y se las fiscaliza en su identidad y se cree que dejan de ser indígenas cuando van a la universidad o cuando se visten o hablan de tal manera. La deshumanización viene desde muy adentro de lo que somos como país. Los pueblos indígenas son mayoritarios, pero muchos siguen creyendo que la persona indígena es la que no habla español, la que llaman con desprecio analfabeta. Pero los hijos y los nietos de las personas indígenas también son indígenas. Y ellos tienen una memoria histórica de sus abuelos, de sus familias, de sus pueblos. Y hoy somos muchos los que estamos reclamando más allá de una simple ley. Ahora reclamamos un nuevo pacto social porque este nunca se ha dado realmente y nunca se ha considerado a todas las personas indígenas como ciudadanas. Ni siquiera como plenamente humanas. Al final, el otro también eres tú. En el otro estás tú. Pero con este nivel de deshumanización que vivimos, lo más grave es que, al deshumanizar al otro, te deshumanizas a ti mismo.

Muchos espacios periodísticos les conceden cada vez más tiempo a empresarios y políticos extremistas que justifican los asesinatos en las protestas con la frivolidad de adolescentes que hablan de matar zombies en videojuegos. Los periodistas parecen no tener reacción ante eso. O peor, hasta les preguntan si quieren ser presidentes.

En las democracias liberales hay una especie de racismo políticamente correcto: no se expresa abiertamente sino que se camufla en la forma en que hablamos sobre la mejor o peor educación, por ejemplo. Castillo marcó un antes y un después en nuestro país porque desde entonces el racismo se salió de sus parámetros tradicionales y se vio más expuesto. La gente perdió el miedo a decir ciertas cosas, y las comenzó a decir abiertamente, ya sin filtros. Recuerdo que en los buses escuchaba a gente que usaba la palabra Castillo como sinónimo de serrano o indio. Sacaron un cuento para niños donde a Castillo lo representaron como a un burro. En las horas locas de las bodas, ponían a burros. Ese nivel de violencia racista no sólo afectaba a Castillo sino a un montón de gente que se sentía identificada con él, que se veía como él.

Hace unos días, en el centro de Lima, los policías no dejaban que un señor ingrese a una calle porque lo veían pobre y marrón, mientras otras personas sí circulaban con normalidad. Hubo quienes estaban en el centro de Lima y que nada más por cómo se veían los policías pensaron que eran manifestantes y les pegaron. ¿A un señor blanco como el congresista Cueto le pasaría eso? La policía perfila al manifestante de forma racial. Para la Policía, el manifestante es una persona marrón que se ve pobre. Y eso va a ir escalando en un nivel que va a afectar también a la gente racializada que hoy se siente protegida como parte del sector que condena las protestas.

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No hay salida de la crisis sin que Dina Boluarte se vaya. Y tiene que cambiar la Mesa Directiva del Congreso también, pero esto lo veo más difícil porque es el Congreso el que tiene el mayor poder.
Foto: Audrey Cordova

Recuerdo la escena de un chico blanco en Miraflores al que Serenazgo y la policía intentan intervenir porque está borracho. En un momento le grita al agente de serenazgo: “oe, compare, ¿tú crees que eres igual que yo?” Y el policía, en lugar de reducirlo, lo calma como a un niño. Contrasta con la imagen de la Policía tumbando cara al suelo a doscientas personas marrones en la universidad de San Marcos.

O a la señora Aída Aroni que estaba solo con su bandera y que la cogen entre varios.

La diferencia es innegable. Y es innegable el racismo. A la vez estamos en una realidad donde no hay manera de enfrentar políticamente este problema; es decir, no hay forma de sentarnos a diseñar soluciones. ¿Cómo lo ves tú?

En las conversaciones diarias con las personas que no son cercanas a estos diálogos, está muy normalizado hacer y decir muchas cosas que podrían ser consideradas incorrectas. Incluso hay gente buena que quizá repite cosas racistas. Y la verdad es que nunca hemos hecho mucho por combatir como tratamos al otro. Cuando fui a Juliaca, me pareció que la gente tenía un nivel de dignidad notorio. Pero, por otro lado, en los portales de viajes muchos turistas se quejaban porque los juliaqueños no eran “amables”. A mí me gustó Juliaca porque sentí que la gente era muy segura de sí misma y de lo que valía, quizá por eso ciertas personas se incomodan. En Lima nos educamos para creer que el otro está para servirnos, en especial cuando salimos de la ciudad. Y las personas de Juliaca no parecen estar pensando en servir. Están viviendo su vida y tú estás ahí anecdóticamente.

Por otro lado, en Lima las personas racializadas hemos integrado una forma de ascender socialmente que se basa en cumplir una serie de parámetos sobre cómo debemos responder para acceder a un trabajo, para ir a una fiesta, para ir a una reunión, cómo debemos de contestar, cómo no debemos decir lo que pensamos. Para entrar a un bar, a una discoteca, a un restaurante, tenemos que comportarnos de una forma que no somos. Esta idea de ascenso nos hace perder la dignidad porque para entrar a espacios de mayor estatus hay que dejar que te digan ciertas cosas: dejar que digan cosas feas de tu barrio, del idioma que habla tu familia, del lugar donde vives, del lugar de donde vinieron tus abuelos. Entonces, aprendemos a ceder frente a toda esta violencia para poder ascender. Y llega un punto en el que dices que nada de eso te afecta. Pero de alguna forma te debe de afectar que en cada espacio que estés hablen mal de tu barrio, de tu familia, de tus orígenes. En mi caso, de Huancavelica. O que si tienes la piel más oscura te traten como si fueras de un circo: “ay, mira esta persona tan oscura”. Esas frases con seguridad te afectan, ¿no? A mí me afectan y trato de pararlas de inmediato, y puedo caer chinchosa, y esto quizá me va a alejar de ciertos lugares.

Es como esta persona negra o marrón que va a una discoteca ficha con amigos y se esconde en el grupo para que la dejen entrar. Y luego, cuando está adentro, se siente más tranquila, pero tampoco tanto.

Eso es lo que a muchos les molesta de las protestas: que la gente tenga tanta dignidad y que no agache la cabeza. Y que salgan de la comisaría diciendo que van a protestar más y que van a pedir más cosas, que esto les ha dado más fuerza. En regiones, dicen: “creen que somos como los limeños, pero nosotros no vamos a descansar, vamos a seguir y más fuerte”.

Cómo ves siendo la participación de las mujeres en este momento. Hay varios elementos simbólicos: desde las ollas comunes hasta la señora Aída Aroni Chilcce diciendo: “yo no tengo estudios, pero me doy cuenta”; desde Asunta Jumpiri, la madre de un adolescente asesinado en Juliaca que le dice a la presidenta “no me voy a rendir” hasta la misma Dina Boluarte.

El feminismo hegemónico, el que más vemos, el que nombramos como “feminismo”, ha cometido muchos errores. Cada vez más está siendo capturado por espacios empresariales, de consultoría. Hasta la derecha usa el feminismo para su beneficio. López Aliaga, por ejemplo, se jacta de que su partido es el que ha puesto más alcaldesas. Tenemos también a Dina Boluarte ejerciendo la represión y luego victimizándose como madre. Hay vídeos de la Policía llamando a la “marcha por la paz” y quienes salen en las imágenes son mujeres policías. Entonces, la mujer significa “la paz”. Cuando la Policía de Colombia se solidarizó con la peruana fue una mujer la que habló. Entonces, discursivamente, a las mujeres se nos utiliza de una forma estratégica. En este nivel, el feminismo se ha tornado una cuestión comercial, de producto. Y no podemos cambiarlo porque hemos dado espacio para que lo piensen así. Y como hemos dado tanto espacio, ahora estamos en un nivel de vulnerabilidad muy fuerte.

Boluarte dijo que no la dejaban gobernar porque era mujer. Cuando presentó su gabinete paritario ya había dicho que quería quedarse hasta el 2026. Ese gabinete tenía un poco el aire calculado de una foto corporativa con diversidad de género.

Y eso viene desde PPK, que también puso a varias mujeres. Aljovín, Choquehuanca, entre otras, en el fondo eran y son representantes empresariales.

A propósito de Cayetana Aljovin. Fue ministra de Inclusión Social, un despacho que tiene una relación especial con las poblaciones más vulnerables y racializadas. Ahora ella y muchas personas del empresariado respaldan la represión contra esas mismas poblaciones. ¿Hacia dónde va este sector del país?

Creo que se va a radicalizar más. Así como nosotros nos organizamos, ellos también lo hacen. En Bolivia la ultraderecha tiene paramilitares, y se ha visto un nivel de organización mucho más fuerte. Aquí todavía no llegamos a ese nivel. Están grupos como La Resistencia, que son violentos, pero no usan armas de fuego, y son en realidad el eslabón más débil de ese sector radicalizado. Pero, en general, creo que en los espacios blancos se está llegando a un nivel más avanzado de deshumanización, de alejarse cada vez más del otro. Parece que muchos quieren vivir segregados. Y se nota que las protestas les han chocado. Las protestas llegaron a la embajada de Estados Unidos, a Miraflores, a Larcomar. Y la policía ha tirado bombas bombas ahí. Esta incomodidad debe generar en ellos una reacción. Aunque siempre han vivido un poco segregados, ¿no?

Una vez un chico que ni siquiera era tan pituco vino a mi casa y en el camino vio un cartel que decía “Bienvenidos a San Martín de Porres”, así como cuando llegas a una nueva provincia. Y empezó a burlarse porque nunca habían pasado por la avenida Perú. En la universidad conocí un montón de personas así. O sea, viven encerrados en su lugar.

Me recuerda al personaje de Jaime Ferraro: el pata que vive en Sani, nomás, y al que todo le parece periferia. Miraflores es periferia. Surco es periferia. Y ya San Martín de Porres le parece básicamente Siria. Más allá de esto, ¿cómo salimos de este laberinto?

Creo que con más organización y solidaridad. Más redes. Los tejidos siempre pueden agrandarse. Muchas personas están dando su apoyo desde donde pueden. La última vez que fui a protestar me caí horrible. Pensaba que, como había ocurrido con Merino, uno se podía poner a salvo de las bombas manteniéndose lejos. Pero ahora los policías iban en moto por todas las calles que intersectan a la Abancay. Yo corrí mientras los policías tiraban bombas como locos y me paralicé y creo que ahí me caí. Dos personas pasaron encima de mí, y dije me voy a morir acá, pero me levanté y corrí. Ahora tengo mis cicatrices mejorándose. Y mientras tanto estoy tratando de apoyar en otras cosas, como en las vigilias y en la difusión de las donaciones.

Pero, entonces la organización que mencionas, ¿a qué a qué desenlace podría conducir?

En realidad es complicado. Sí creo que Dina Boluarte tiene que renunciar porque todas las muertes que hemos visto, todos los asesinatos, más de 60, la masacre en Puno, son imperdonables. No hay salida de la crisis sin que ella se vaya. Y tiene que cambiar la Mesa Directiva del Congreso también, pero esto lo veo más difícil porque es el Congreso el que tiene el mayor poder. Y quizá ahí es donde puede haber una negociación con la propuesta de Asamblea Constituyente en la mesa: tú cedes algo, nosotros cedemos algo. Quizá es el único camino. Aunque en el Congreso tampoco se quieren ir. No quieren soltar el poder.

Yo pensaría también en que tiene que haber una reforma policial. Pero tampoco creo que esto sea posible. Es como un sueño. Ni siquiera después del Conflicto Armado Interno, cuando entra Toledo con gente que quería hacer reformas, el Gobierno se quiso comprar la pelea. La verdad, parece más fácil que salga Dina Boluarte a que se reforme la Policía.

¿Crees que realmente la Asamblea Constituyente tiene una función ahora?

Sí, porque va a generar un diálogo. Pero también sé que en el Congreso pueden volver todo a su favor. Ahorita dicen que están en contra. Pero si se negocia y se hace realidad, los congresistas serán los primeros postulando a la Asamblea. La Asamblea Constituyente no es una cuestión nueva. Varios partidos la han propuesto desde el 2000.

Hasta Otárola estuvo a favor.

Sí, y también Dina Boluarte. Pero creo que hasta la Asamblea también tiene un riesgo porque pueden aprobarla de una manera y luego cambiarla. La idea que se tiene desde las organizaciones sociales es que la ciudadanía pueda postular: que haya una cuota para mujeres, otra para personas indígenas, que sea plurinacional, que participen las diferentes organizaciones. Pero eso realmente es un sueño. En Chile se logró pero al final no la probaron. Ni siquiera el referéndum garantiza una nueva Constitución. Es un camino largo. Pero al menos es un camino.

Cuando ciertas personas escuchan “plurinacionalidad” empiezan a persignarse porque piensan que el Perú se va a dividir. ¿Qué es la plurinacionalidad para ti?

Es reconocer políticamente a las naciones y sus territorios. Creo que para el que racea y le dice “terruco” a todo aquel que exige calidad de vida, obviamente, la plurinacionalidad le va a significar algo radical. Y la verdad sí lo es. Es algo radical frente a lo que venimos viviendo como país, porque se trata de reconocer no solo a los pueblos sino sus formas de organización, sus instituciones, sus formas de hacer leyes, su pensamiento político, su filosofía. Es una cuestión muy profunda.

La plurinacionalidad implica pensar al otro con todo lo que el otro tiene: verlo como un sujeto que piensa, que produce cosas igual que tú. Implica entender que tenemos diferentes formas de educación. Y quizás a esto se refería la señora Aida Aroni. Ella no ha recibido una educación formal pero sí ha recibido otra educación en sus espacios de organización, en su casa, en su familia, en su pueblo. Está educada pero de otra forma. Quizá su educación no le sirve para progresar de la forma burocratizada en la que progresamos en la ciudad. Pero le sirve para luchar por sus derechos.

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Hay muy pocos académicos que realmente están conectados con las comunidades que estudian. Muchos establecen relaciones desde la lejanía: leen el momento y a las personas pero a la distancia.
Foto: Audrey Cordova

Lo paradójico es que los conocimientos de los pueblos indígenas son valorados por el turismo, por la gastronomía. Pero cuando las personas indígenas hacen política es cuando se les trata como ignorantes. ¿Qué espacio de lucha le corresponde al pueblo afroperuano en este momento?

Creo que les falta mayor visibilidad y participación política, en general, a los pueblos afroperuanos que están más lejos de Lima, como los de la costa norte. Y me parece importante hablar de los pueblos afroperuanos porque cada uno tiene distinta cultura, distintas formas de pensarse, de sentirse, de estar en comunidad.

Hay ciertas cosas estigmatizadas en lo afro. A veces, cuando uno entra en este proceso de identidad, se vuelve hasta una cárcel: tienes que bailar, tienes que hacer deporte, tienes que ser, no sé, poeta. Y para mucha gente afro las cosas no son así porque han perdido sus conexiones a través del mestizaje y del tipo de ascenso social que describí antes. En mi caso, tengo esa línea familiar que casi no conozco. Viene de Piura, y cuando he buscado llegué solo hasta mi bisabuela, que llegó sola al Callao con mi abuelo, y él murió joven. Entonces, solo tengo a mi papá, que fue criado por su mamá mestiza, y de ahí no sé más.

Pero muchas personas afro vamos creando nuestra identidad desde una cuestión más plural. Una compañera afro de Sitobur [Sindicato de Trabajadores de Limpieza] decía que a ella le gustaba más bailar el Huaylarsh porque su familia es de Huancayo. Y se sentía mucho más identificada con esta región. Entonces, me parece importante pensar a las personas afro también en sus vínculos con lo andino. En mi caso, también lo siento así. Mi cultura ha sido comer cuy, pachamanca, bailar huaynos, ir a las fiestas patronales con mis abuelos. Esta conexión con lo andino es lo realmente orgánico en mí. Quizás ahora se necesita pensar lo afro de una forma mucho más diversa.

A la vez ahora hay más personas afroperuanas visibles, más allá del deporte y la cocina.

Sí, pero Nicomedes Santa Cruz decía que mientras él hablaba de forma cada vez más política, los espacios se le iban cerrando. De todas maneras, mediante él y Victoria Santa Cruz hemos podido ser más aceptados en Lima. En las fiestas en Lima se suele poner festejo al final. Este tipo de reconocimiento quizás le ha servido a la gente afro para ascender, para no pensar lo malo y tener una mejor vida. Pero siento que estamos en un ambiente muy despolitizado. Los referentes afros, los que hablan y tienen voz, no siento que critican cosas más allá de la discriminación racial, que sí es fuerte y hay que criticarla, pero siento que no van más a la raíz. Eso me incomoda un poco. A veces como no me siento tan… En un primer momento quería sentirme parte de lo afro y después me dije que quizá ahí no es mi espacio. Quizás mi espacio es más en San Martín de Porres, desde el territorio.

Así como el feminismo es capturado y anulado por la industria, ¿crees que eso también le pasa a lo afroperuano?

En la moda ahora las marcas buscan modelos afro. Y se vuelven tokens para exhibir. Hay esa tendencia.

Dos años después de las movilizaciones contra Merino, ¿en qué quedó la Generación del Bicentenario?

Quizás se le llamó así por el momento y porque mucha gente salió a protestar en Lima; también porque la academia estaba mucho más de acuerdo con esas protestas y los científicos sociales le quieren poner nombres a todo; y también porque esas protestas tenían el respaldo de los medios y el título servía para vender. La Generación Bicentenario se volvió una marca y ocultó a muchos grupos de ciudadanos con pensamientos diferentes, con demandas diferentes. Cuando marchábamos contra Merino, nosotras hablábamos de reforma policial, de abolición de la Policía, de Asamblea Constituyente. Pero éramos un grupo pequeño, obviamente. En otros grupos se hablaba de democracia, de cómo se estaba perdiendo. Creo que la Generación del Bicentenario fue una lectura simple de un grupo heterogéneo de personas que estaban protestando juntas. Había hasta barras de fútbol participando. ¿Y cómo se las leía? En tiempos normales, las barras son vistas como violentas. Pero dentro de la Generación del Bicentenario, de pronto, las barras bravas eran el futuro del país.

Esa protesta, al final, contó con el respaldo de los medios, del sector mainstream de la sociedad. Incluso los cocineros, que ahora están muy callados, esa vez ponían sus cartelitos de color negro.

Quizás eso pasa cuando están de acuerdo, ¿no? Porque ahora que no están de acuerdo los científicos sociales no parecen querer llamar a este momento como nada.

¿Y cómo ves la participación desde la academia ahora?

Hay muy pocos académicos que realmente están conectados con las comunidades que estudian. Muchos establecen relaciones desde la lejanía: leen el momento y a las personas pero a la distancia. Y a veces no se les entiende. Hace poco, unas chicas de la PUCP pusieron un cartel que decía “Muerte a la academia blanka”, y muchos académicos pusieron el grito en el cielo. Y dijeron: “¡Qué! Eso es un mensaje de Sendero”. Me pregunté si realmente usaban las redes sociales. ¿No ven como en todos los países los jóvenes ponemos “muerte” a cualquier cosa? Y no lo decimos porque queramos matar a alguien sino que se trata de una cuestión medio filosófica, contra la hegemonía: muerte al patriarcado, muerte al racismo, muerte al feminismo blanco. Decimos cosas así en las redes sociales y nadie piensa literalmente: “me van a matar”. Pero, en el Perú, muchos académicos quisieron creer que realmente los iban a matar. Y la verdad, no sé qué tan buenos científicos sociales sean quienes no pueden leer ese letrero en el contexto en el que ha sido colocado.

¿Cómo te ves en un futuro? ¿Te vas a mudar de San Martín de Porres?

Mucha gente se va por un tema de lejanía de su centro de trabajo. Pero ahorita mi trabajo está cerca. Por otro lado, mi mamá es una persona que ha ascendido socialmente y nunca se mudó. Es mi ejemplo. Ella siempre habla bien del distrito y nunca ha dejado que nadie, ni sus amigas ni los taxistas, se burlen de nuestro barrio. San Martín no es todas las cosas feas que dicen. Aquí he encontrado amigas, hermanas, compañeras. Y no sé. No pienso mudarme.

¿Y cómo es el San Martín de Porres donde quisieras cumplir treinta, cuarenta años?

Uy. Un lugar donde al ascender socialmente no perdamos la conexión con el vecino, con el barrio, y donde sintamos orgullo por las luchas de nuestros padres y abuelos para conseguir cada cosa que tenemos. Mi abuelo me cuenta que en su época no había veredas ni pistas, y la gente se juntaba y hacía campeonatos para reunir plata. Hasta había un grupo que se llamaba los “Progresistas”, que poco a poco fue juntando recursos para tener desagüe, luz, esas cosas. Me parece importante recordarlo porque son luchas políticas que se han perdido. Mi abuelo no me lo hubiese contado si yo no le preguntaba. Muchos mayores piensan que estas historias no les van a importar a sus hijos. Y no es así.

Marco Avilés
Periodista. Nació en Abancay y, muy pequeño, migró a San Juan de Lurigancho, el distrito más poblado del país. Es autor de los libros No soy tu cholo, De dónde venimos los cholos y Día de visita. Escribe sobre racismo en América Latina y es candidato a doctor por la Universidad de Pensilvania. Más sobre su trabajo en marcoaviles.com


¿Qué país queremos?

Es un espacio de conversaciones con figuras y líderes de los diferentes pueblos y comunidades que componen el Perú, quienes suelen ser ignorados por quienes gestionan la discusión pública en el país. Trataremos de entender junto con ellos y ellas de qué trata la dolorosa crisis política que consume al país; es decir, cuál es su diagnóstico. También, recogeremos sus propuestas de cómo podemos sanar como sociedad en los aspectos que ellos consideran importantes.

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